Archive for the ‘Relatos’ Category

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Nubes (cuatro)

noviembre 25, 2008

Germán confeccionó la ficha de afiliación al club enfocado en averiguar todo lo posible acerca de Melina. Todas las preguntas estaban escritas para una interlocutora femenina, lo que dejó a Horacio sin la posibilidad de responder. 

-¿Soltera, casada, separada? ¿Qué clases de opciones son estas? Tengo que tachar las tres. 

En una de las preguntas, la que le pareció particularmente encantadora, Germán incluyó el nombre de Melina. Las 1000 fichas que mandó a imprimir llegaron en un paquete 48 horas después de la primera reunión y tenían entre sus preguntas el nombre de Melina. Pero Germán no se dio cuenta hasta que Horacio llegó al punto 27 de la encuesta y lo leyó en voz alta, con un tono entre interrogativo y burlón: 

-“Si no fueras Melina y fueras una nube, ¿qué forma te gustaría tener?”. ¿Qué clase de pregunta estúpida es esta? 

El dueño de casa contuvo su arrebato de ira y vergüenza lo suficiente como para no aplicarle a su invitado un golpe de puño pero le retiró la ficha, velozmente, llevó el talonario a la cocina y agradeció a dios, en silencio, que Melina se hubiera retrasado. 

Melina Frossard viajaba en bicicleta hacia la reunión. Pedaleaba como si pudiera recuperar los minutos de más que había dedicado a disfrutar de los masajes de Fernanda, incapaz de ponerle fin a una actividad que solía causarle tantos retrasos como pequeños orgasmos. Pedaleaba también con una especie de conciencia de endurecimiento de los músculos de la cola que compensaba su frustración económica. Le gustaría tener un auto, un pequeño auto importado y viejo, de esos que ya nadie roba porque no se consiguen los repuestos. 

 

Cuando llegó, Germán le abrió la puerta con un gesto que mezclaba el alivio y la excitación, una mirada intensa que la incomodaba levemente. 

-¿Puedo pasar con Ceci? –dijo, señalando la bicicleta. 

 

Horacio contuvo la risa y también se guardó para sí los comentarios sobre el papelón de las fichas de afiliación, aunque estuvo toda la tarde sonrojado. Hablaron de algunos tipos de nubes que habían visto en los últimos días, y Germán propuso debatir la inclusión o no de un ex combatiente de Malvinas que había enviado una carta al club. Los tres estuvieron de acuerdo en que un club que no supera la decena de socios no podría darse el lujo de rechazar solicitudes, y Melina se propuso a sí misma como redactora de la carta de aceptación. Germán no pudo negarse, e incluso le prestó las hojas para escribir el borrador. Melina tomó el bloque de papel, lo sacudió, y cuando lo dio vuelta para empezar a escribir, se encontró con su propio nombre, escrito en azul, repetido mil veces. Buscó otra hoja y se dio cuenta de que todas estaban igual de escritas. En todas, su nombre se repetía incontables veces  y de vez en cuando el conjunto adoptaba la forma imprecisa pero apabullante de una nube espesa.

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Nubes (tres)

noviembre 19, 2008

Córdoba, 2 octubre de 2006. Al Club de Espectadores de Nubes

Estimados socios del club de espectadores de nubes, con agrado les escribo para solicitar mi afiliación a vuestra asociación, salvo que uno de los requisitos de la misma sea la presencia física en alguna de las reuniones que el club debe ya de estar organizando. Hace 23 años que estoy postrado en una cama, como consecuencia de una herida de guerra. Le estoy dictando esta carta a la secretaria de mi hermano, que es la única persona que me visita a diario. Ella me trae el periódico, y gracias a ella descubrí el llamado de vuestra institución. Me gustaría describirles a Ana Clara, pero se sonrojaría y no escribiría una sola de mis palabras. No suelo ver muchas nubes, me sacan al patio sólo los domingos, si no llueve, y la ventana de mi habitación permanece cerrada día y noche, para evitar el ingreso de insectos. Pero las pocas nubes que recuerdo han sido merecedoras de mi admiración: prefiero las que forman en el cielo la bandera nacional, porque me recuerdan mis épocas de soldado. Claro, podría tratarse de un recuerdo triste, ya que en aquellas épocas perdí la capacidad de moverme, pero son también recuerdos gloriosos, ya que me acuerdo del entusiasmo con el que decidí defender a la patria. Un entusiasmo no del todo compartido por los otros soldados, es cierto. Mi herida de guerra no es estrictamente una herida de guerra, debo confesarlo. Aunque no se hubiera producido si no me hubiesen llamado a alistarme. Cuando fui emplazado, una emoción fervorosa me ayudó a preparar el equipaje y salí corriendo de la casa paterna para tomar el colectivo hacia Malagueño. No miré hacia los costados de la calle, y frente a mis ilusionados y temerosos padres fui atropellado por un camión Scania. Antes del primer combate, antes incluso de que se declarase oficialmente el estado de guerra, yo me convertí el primer caído por amor a la patria. 

Ahora no puedo moverme. O mejor dicho: moverme supone un esfuerzo global de toda la familia, que ya mucho hace por mí al mantenerme sin que me falte abrigo ni comida, y al enviarme todos los días a Ana Clara. 

¿Por qué les cuento todo esto? Pues porque quiero ser socio del club de espectadores de nubes. Aunque no pueda participar activamente de las reuniones. Lo único que pido es que me acepten y me tengan al tanto de la actualidad del club, y que consideren la posibilidad de realizar alguna de las reuniones en mi habitación (haré lo posible porque ese día esté abierta la ventana). Los felicito por la iniciativa y quedo a la espera de vuestra respuesta. 

Soldado (r) Juan Gallardo.

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Nubes (uno)

noviembre 14, 2008

 

 

 

Después de la tercera nube que le parecía tener la forma exacta del rostro de Celeste Cid decidió formar un grupo, una asociación, una sociedad civil de admiradores de nubes. No le parecía una mala idea, y en ciertas ocasiones juntaba los argumentos necesarios para considerarla genial, acaso la idea más valiosa que había tenidos en su vida. Pero no sabía cómo comunicarla. 

Germán estaba convencido de que las nubes recibían un trato injusto en la vida intelectual del planeta, que no eran materia de estudio, ni de las ciencias humanas, a las que a él le gustaría suscribir si no le resultaran tan distantes de la verdad divina, ni de las exactas –que a sus ojos rechazaban aún más lo indiscutible-. Como a su fe, nadie parecía tomar demasiado en serio el asunto de las nubes, ni estudiar con detenimiento por qué tipo de casualidad o acción divina él había visto en un mismo día tres nubes con la forma exacta, como un simulcop etéreo, de la cara de Celeste Cid. 

Puso un aviso en el diario, fue lo primero que se le ocurrió tras pensar varias semanas en cómo se funda un club. “¿Te gusta mirar las nubes? Unite al Club de Espectadores de Nubes de Córdoba”. La primera semana no obtuvo respuestas, porque se había olvidado de incluir en el aviso cualquier otra referencia. Ni una dirección de e-mail ni un teléfono. Al principio maldijo su torpeza, pero después concentró su bronca en la empleada de la receptoría del diario, que no sólo había trazado levemente una sonrisa displicente al leer su aviso, sino que además –evidentemente de manera voluntaria- no le había advertido semejante falta. 

Cambió de receptoría y pagó por un aviso más completo, con la dirección de su casa. También invirtió en una placa que puso junto a la puerta, un trozo de metal reluciente que decía en letras de palo seco “Club de Espectadores de Nubes de Córdoba”. Llamó al periódico católico y les propuso que le hicieran una entrevista, a pesar de que por ahora el club contaba con un solo integrante. Del otro lado del teléfono anotaron con interés todos los datos, pero no le dieron precisiones sobre la fecha de la posible entrevista. 

La falta de respuesta no lo desalentaba: por primera vez en su vida estaba comprometido con un proyecto más allá de la marmolería, y la idea de un grupo de gente desconocida que lo sacara de su rutina de inscripción de lápidas era el equivalente emocional a una celebración de año nuevo. Cambió los muebles del living de la casa, compró sillones más amplios y de tapizados que a cualquier persona que no admirase el diseño caótico de las nubes podrían resultarle repulsivos. Le pareció un gesto amable colgar, en la pared opuesta a la enorme reproducción brillante de La última cena, un retrato de celeste Cid que le hizo dibujar a uno de esos artistas callejeros que dibujan con los pies. De alguna manera todos esos preparativos cambiaron el foco de sus preocupaciones, y por un tiempo que le resultó novedoso y desafiante, dejó de sentirse un hombre solo, o mejor dicho, dejó de sentir que su única compañía era dios. 

El día que sonó el timbre Germán estaba vestido para recibir visitas, al igual que todos los días desde que había publicado el primer aviso. Cuando abrió la puerta tuvo la impresión de contemplar un milagro o una estatua divina, una duplicado diligente de sus sueños prohibidos, la mujer más bella que él hubiera visto fuera del mundo de las nubes. 

-Odio los cielos azules- dijo Melina – Me resultan aburridos y monótonos.

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Amarillo XV (FINAL)

noviembre 8, 2008

La dueña del bar tenía un sentido cruel de la autoridad, pero Mora podía soportarlo, se sentía bañada en un aceite que hacía que todo resbalara por su cuerpo. Se sentía impermeable, y dejaba que Pilar le levantase la voz mucho más allá de lo que siempre había permitido a cualquier persona. No le importaba. No la escuchaba. Cumplía algunas órdenes con una eficiencia aceptable. Acaso era eso lo que necesitaba, un tiempo como de muerte cerebral en Madrid, bajo las órdenes de una mujer insoportable, formar parte de la ciudad del mismo modo que esos hombres que nunca miran a los ojos y que se parecen a estatuas inquietas, o palomas, y sin tener que pensar en nada. Pero a Mora le costaba cada vez más trabajo no pensar en nada, y en los instantes de silencio su cabeza se llenaba de voces, una música descentrada y aterradora, ruidos parecidos a un concierto de músicos epilépticos. Se entregó entonces a un ejercicio que al principio le pareció absurdo, pero que se reveló interesante e inquietante. Escribía casi todo lo que creía oír. Palabras sueltas, frases sacadas de contexto, recuerdos de oraciones incompletas. Frases que había subrayado en un libro de cuentos que había leído por recomendación de Omar. El nombre de Omar. Las mismas letras de su nombre, su nombre de ciudad europea. ¿Debía ir a Roma, entonces, cerrar un círculo ridículo con un viaje aun más ridículo? Pero no. El pensamiento de un destino al que someterse le parecía tan tranquilizador como revulsivo, una especie de respuesta fácil o previsible, lo contrario de una elección ante la arbitrariedad de sus días. 

Anotó en una libretita moleskine los eventos posibles: ¿respondería a lo que la reclama? ¿Seguiría la mecánica conocida de volver a Córdoba ante cada muerte? Marta ya sería sólo cenizas, era cierto, pero igual era una muerte que la reclamaba, que le exigía en alguna parte de su cabeza tomar un avión y volver a Córdoba. Caminar por Villa Allende, ver nuevamente la casa de Marta. 

Pero Córdoba era Omar y Omar era un mundo conocido. Niels también lo era. A veces le gustaría poder vivir con los dos, de viaje, como amantes nómades o reyes magos que de vez en cuando se detienen a coger. Niels y Omar eran posibilidades fuertes: si era cierto lo que cada uno le había escrito, ambos eran un destino, un lugar al que podría ir si se cansara de sus posibilidades tan tenues, de sus días caprichosos. Pero esa idea no encajaba. No se había ido a Madrid por no poder elegir entre Niels u Omar. Ni siquiera se había mudado a Madrid por alguna clase de impotencia ante la imposibilidad de convertir a Niels y a Omar en una misma persona a quien amar con la preocupación escrupulosa y maternal y casi ausente de carnalidad que sentía hacia uno, y la ferocidad y el afán con los que había construido su amor por el otro. 

Había elegido otra cosa, y esa otra cosa era desconocida, nueva, peligrosa. Esa otra cosa era una ciudad horrible y un destino incierto. Se sintió renovada por esa conclusión pero los gritos de Pilar la devolvieron a la realidad con la violencia de un parto en un taxi. En los insultos desmedidos de Pilar se mezcló la sugerencia de volver a la Argentina y Mora contuvo el impulso de gritar una respuesta. Pensó que no lo necesitaba, pero mientras lavaba la vajilla se vio de nuevo envuelta en la absurda matemática de sus especulaciones. Para escapar, se puso a contar cada segundo. Pensar en números era su muerte cerebral. Un número tras otro. Una actividad inútil pero infinita. Llegó a 246 y sonrió. Recordó el regalo de Omar. 

 

Los hombres son tan recargados y dramáticos. ¿Qué haría, realmente, Omar, por pasar conmigo la hora 247? ¿Viajaría a Madrid, por ejemplo? ¿Y si no fuera yo la que tiene que volver? Si Omar pudiera viajar a Madrid viviríamos juntos un tiempo, yo le mostraría las partes de la ciudad que llegué a conocer en un año, lo llevaría a ver películas viejas o a bailar con los gays en la Goa. Con el tiempo nos preguntaríamos si deberíamos casarnos, para facilitar su estadía en Europa. Probablemente lo haríamos, los papeles ya no dicen nada. Pero más adelante habría que tomar de nuevo otra decisión. La de ponernos o no en una situación de ser adultos. No quiero tener hijos, pero Omar es un sembrador. Volveríamos a enamorarnos de otras personas, tal vez incluso nos permitiríamos engañarnos, silenciosa, discretamente, como quien le da permiso a una viuda para que llegue al ataúd de su marido. Tendríamos una vida de costumbres, de rutinas. Nos conoceríamos los olores cotidianos y sabríamos esperar con cierta alegría el cumplimiento de las más triviales previsiones. Sería una vida feliz. Pero ¿y si no es felicidad lo que buscamos? ¿Por qué habría de cerrar la puerta de esa posibilidad tan tenue pero tan distinta? 

 

Mora terminó de lavar la vajilla y salió del bar. Renunció sin escándalo. Caminó por las calles como quien atraviesa un campo en el que ha habido una batalla, y entre el ruido interminable de los autos escuchó una tormenta. Sintió los vientos encontrados, opuestos, chocar y convertirse en un aire nuevo, en una corriente de dirección inesperada.

 

FIN

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Amarillo XIV

noviembre 6, 2008

La empleada de la inmobiliaria tenía la camisa accidentalmente desprendida en el escote y Omar fingió no conocer la casa. Pensó que el recorrido por las habitaciones y la escalera le daría nuevas perspectivas. Una estupidez inevitable. Ya sabía que la iba a alquilar, e incluso llevaba el dinero para la firma del contrato. 

Se refugió en la posibilidad de que un pecho de la empleada asomara entre los botones para no sentir ninguna otra emoción, como si la casa a la que estaba por mudarse no tuviera significados, como si no sólo se hubiera rendido a la idea de que la casualidad y las coincidencias le habían jugado una carta inesperada. De hecho, Omar tenía la sensación de que se había puesto del lado del azar, de que había tomado partido por la casualidad porque la única manera de combatirla era buscarla. Transformar su poder de sorpresa en el resultado de una estrategia. Convertir el azar en programa, el accidente en obra. 

Con las llaves en la mano sintió, sí, una emoción artística. Aprovechó los efectos de esa emoción en su voz para simular una alegría conyugal cuando llamó a Lola para decirle que ya tenían casa, que vivirían en Villa Allende, que el patio era grande, con lugar para tener perros y con algunas plantas de exquisito aroma. No había que hacer arreglos, la casa estaba impecable. Acaso habría que pulir el parquet, pero nada más que eso. El piso de madera estaba algo rayado, o más bien marcado por huellas, líneas que se cruzaban. Debían de ser huellas de goma, porque en la casa había vivido una mujer en silla de ruedas. 

 

Se mudaron rápido, porque ninguno de los dos tenía muchas pertenencias ni muebles. En la oficina nadie se sorprendió mucho, como si lo hubieran esperado, o como si de alguna manera brutal pero no explícita Lola y Omar hubieran dejado muy en claro que se había terminado la histeria. No se mostraban felices, pero Omar había recuperado lentamente, en poco más de un año, su color de piel y Lola parecía una mujer más audaz o más segura, como si hubiera vuelto de un viaje, o como si fuera de repente una mujer extranjera. 

 

La casa de Villa Allende era grande, tal vez demasiado grande para los dos. Lola adquirió de inmediato la costumbre de dejar la luz del baño prendida, porque algunas noches el entorno se le volvía terrorífico. Sin embargo no se preguntaba por qué había elegido, Omar, una casa tan amplia y distante de la oficina. En la lista de sus aprendizajes había anotado cierto desinterés por cuestiones banales, y la casa era un símbolo banal. Enfocó sus intereses en el sexo con Omar y en escribir una novela. En la novela, un personaje de nombre Gastón sobrevivía a un accidente de moto. De vez en cuando Lola intentaba hablar con su hermano, trataba de sacarle datos o recuerdos, anécdotas, texturas. Pero era un esfuerzo inútil: su hermano no podía recordar nada, cualquier memoria le resultaba tan imposible como controlar el temblor de sus manos. Una bestia sin pasado, el hermano estaba tan muerto como Gastón, con la excepción de algunos momentos en los que hacía alguna pregunta. Entonces parecía ser los vestigios de un hombre, por lo menos los vestigios. 

¿Te vas a casar? 

No. Solamente vivimos juntos. 

El hermano repetía entonces la pregunta. Y la volvía a repetir, como si no aceptara otra respuesta que la que quizá habría imaginado. 

 

Omar no la acompañaba. El viaje al neuropsiquiátrico lo asustaba y le recordaba la apagada depravación de su plan. Además, cuando Lola salía de la casa él podía esperar más tranquilo. Se sentaba en el sillón a leer y esperaba. Y su presentimiento se transformaba cada día en una convicción. 

 

(Mañana, capítulo final)

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Amarillo XIII

noviembre 4, 2008

Dos meses después de la muerte de su hijo, la madre de Mora comenzó a tomar clases de piano. A los tres meses pidió el divorcio. A los seis meses se mudó a Perú. El señor Catena no opuso resistencia y no expresó ni acuerdo ni desacuerdo. Durante dos años no hizo nada, o hizo apenas lo imprescindible para cobrar su sueldo. Un breve período de recesión en la empresa le permitió jubilarse antes de tiempo y comenzó a tomar clases de inglés. 

Hasta el accidente, ambos habían llevado una vida de costumbres, una vida que tenía la apariencia de ser común, corriente y normal, pero que ninguno de los dos, profundamente, sentía como una vida verdadera. Tampoco el accidente llevó verdad o sensaciones genuinas al matrimonio, claro, pero unos años después cada uno parecía, por su lado, vivir por lo menos una vida más intensa. Trágicamente intensa, al principio. Pacíficamente intensa después. 

El señor Catena se preocupaba de que a Mora por lo menos no le faltara nada, y entendía esa tarea como la misión de que a Mora no le faltase dinero. A la señora Catena le preocupaba principalmente que Mora viajara a Perú y conociera las ruinas del Machu Pichu. Más o menos un año después de la muerte de Gastón dejó de preguntar por la imposible fecha de algún casamiento. En Perú conoció a un médico coleccionista de arte y se mudó con él. El señor Catena, mientras tanto, sólo tenía aventuras con mujeres menores a él, y algunas incluso menores a Mora. En el reparto de bienes, la casa de campo había quedado para la mujer, pero tras el viaje a Perú los dos estuvieron de acuerdo en que sería mejor que el señor Catena conservara las llaves y, de vez en cuando, le diese alguna utilidad. 

El señor Catena pensó entonces en dejarle la casa a Mora, pero como su hija pasaba más tiempo fuera del país que dentro, la puso en alquiler el primer verano, y el segundo verano la usó él mismo. 

Fueron unas vacaciones al mismo tiempo relajantes y angustiantes. Le dolió pasar en el auto por el lugar del accidente, pero encontró una distracción confortable en la refacción de la vivienda. Él mismo construyó un techo de paja para la galería con vista a la casa amarilla de la lomada. 

En la casa amarilla pasaba sus vacaciones una mujer atractiva, bronceada, de cuerpo fibroso y brillante. Cuando se dieron cuenta de que ambos estaban solos, no demoraron en invitarse mutuamente a tomar mate, casi al unísono. 

Al señor Catena le llamó la atención la propensión de la joven a mezclar palabras inglesas en su discurso habitual, y quedaba desconcertado ante el vocabulario musical de Angie, pero se sentía íntimamente orgulloso cuando reconocía casi todas las palabras referidas al mobiliario doméstico. 

El almacén del pueblo tenía pocos vinos, malos, mal conservados, pero al menos en botella de vidrio. El señor Catena compró dos botellas de Valderrobles y un paquete de fideos, invitó a Angie a cenar, y conjeturó durante toda la tarde si la piel de Angie sabría a caramelo, tal como su color podía hacer presumir, o a flores, o a frutas. 

Durante la cena hicieron un repaso fugaz por cada biografía, y Angie le dijo que conocía al otro chico, al sobreviviente. Que una compañera de trabajo era su hermana. Angie dijo cuatro o cinco veces la frase qué chico es el mundo, y el señor Catena se sintió mareado e impreciso como un dardo lanzado por un pasajero del gusano loco. Se preguntó entonces, en voz baja, y sin que Angie supiera si debía responder o guardar silencio, si tenía sentido fingir cinismo o dureza frente a lo que el destino nos depara, si era siquiera lícito imaginar que al final uno se adapta a todo, incluso a las irónicas, grotescas burlas de la fortuna.

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Amarillo XII

noviembre 4, 2008

Rara pero no inaceptable, como un arquero con bufanda, la entrada de Mora al bar provocó en Ernesto una incomodidad tumultuosa. Le pareció ver en ella el equivalente de un vino impactante, afrutado, púrpura, de cepa imposible o sorprendente.  

Lo primero que le llamó la atención fue la sutil intrepidez de la mujer, evidentemente argentina, trasnochada y entendida en el arte de pedir un whisky. Un whisky verdadero. Un etiqueta verde, como si la madrugada madrileña le estuviera enviando señales de humo en español, letras gigantes de neón.
Ernesto se acercó con una excusa ridícula: no podía dejar que una mujer pagara por saber beber. A Mora no le importó la torpeza del gesto, y pensó que en todo caso sería bueno, buenísimo, dormir lejos de las fotos de su hermano y de su perro. A nadie le gusta atravesar un océano para reencontrarse con dos tragedias. Y Ernesto no estaba mal. Una espalda ancha, evidentemente argentino, pero no cordobés. Suficiente para esa noche. Íntimamente sintió una punción de mínima culpa por el hecho ciertamente irónico de que el whisky favorito de Omar le hubiera facilitado tanto las cosas. Pero tapó el síntoma con aquello que lo provocaba, y se dejó llevar. Se abandonó.
Ernesto le contó una historia común, exiliado de los ’90, primero mozo y después guarda vidas. Y ahora, comerciante. Un breve curso de enología y una fuerte pasión por los vinos lo habían convertido en un sommelier de cierto renombre.
Cuando llegaron al departamento Ernesto sacó de su bodega un Alma Negra 2003 y le explicó que 2007 era el año para beberlo. Y que además tenía la impresión de que ese vino sabía exactamente igual que los desconcertantes labios de Mora.
Primero el whisky, después el vino, y por último las melosas palabras de Ernesto: el resultado de esa ecuación sobre la piel de Mora era tan previsible para ella que incluso la aburría un poco. Pero se dejó llevar, como si estuviera exenta de voluntad o como si le diera lo mismo.
Ernesto era un caramelo durante una baja de presión, un amuleto dulce que la confortaba con la impresión de una insensata continuidad. El cuerpo perfecto de Ernesto adentro del suyo le producía una alegría diminuta, y piel y huesos eran ahora un organismo al menos invadido. Nadie invade un desierto. Nadie invade un territorio yermo. Por oposición, Mora conseguía sentir la fertilidad de una emoción acaso violenta: Argentina no había vuelto a vaciarla.
Ernesto no podía dejar de compararla con sus vinos preferidos y por alguna razón todo en Mora le recordaba a una bodega mendocina en particular, y la cosecha 2003. La piel tan púrpura de labios y pezones, la sensación jugosa de besarla, algo de fruta muy bien integrada a las notas de cuidado de un Malbec Patriota que había bebido poco tiempo atrás, en una cata de importados. Y el disfrute, el vasto disfrute que podía otorgar el cuerpo de Mora a un conocedor de vinos y cuerpos.
Mora tuvo un orgasmo ridículo, cómico. Ernesto no era un mal amante después de todo. Se durmió sin decir nada. Durante el desayuno, él le preguntó quién era Omar. Mora había dicho su nombre unas 200 veces mientras dormía.
Entonces Mora hizo algo extraño pero no inaceptable, mezcló los nombres, le dijo que Omar era su hermano. Que había muerto en 2003, en un accidente de moto. Que ella estaba en Brasil cuando sucedió, que había hablado con él dos horas antes del accidente y se habían dicho palabras habituales. Que su hermano manejaba, y que otro chico iba en el asiento de atrás. El otro había sobrevivido porque llevaba casco, pero había quedado idiota. Que la noche anterior había visto, en Madrid, a un océano de distancia de esa tragedia, una foto de su hermano y del idiota, en un portarretrato que colgaba de la pared del departamento de la abuela de una amiga. La amiga era prima del idiota, pero ella no sabía nada. Y ahora no quería volver a ese departamento ni siquiera a buscar sus cosas.

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Amarillo XI

noviembre 3, 2008

 

 

Me había propuesto explicarle a Lola que el diagnóstico del dermatólogo no era suficiente y que mi piel se había puesto amarilla por Roma. Como quien elabora 12 o 20 jugadas de ajedrez posteriores a la inmediata, memoricé respuestas posibles y maneras imposibles de retomar una atracción que yo mismo había hecho disminuir, si no desaparecer. Desde los primeros síntomas de óxido, había puesto a Lola en la sombra de un eclipse, en una zona ignorada pero no misteriosa. A pesar de que secretamente anhelaba que su matrimonio terminara, mi melancólica enfermedad de la piel me había impedido incluso darme cuenta de que Lola había vuelto a ser una mujer soltera.

Me enteré por los rumores de la oficina, primero, y por ella misma, después. Cuando comenzó a contarme los pormenores de su separación sentí un dolor insólito, una emoción incómoda y similar a la de perder un colectivo por estar mirando el cielo, pero más dramática. 

La invité a tomar un whisky, y caminamos hacia un bar. Antes, había imaginado ese momento como un acto secreto, prohibido, pero caminábamos sin necesidad de ocultar nada, y eso le daba al andar de Lola una sorprendente sensualidad. En algunas veredas, la cantidad de caminantes nos obligaba a replegarnos y pude sentir la piel de su antebrazo como una pequeña descarga eléctrica. Aunque no dejaba de pensar en Roma, en los llamados inútiles y las extensas cartas sin respuesta, el cuerpo y la alegría de Lola estaban desplazando lentamente la prioridad de esos pensamientos. 

Nos sentamos frente a frente, y nos dedicamos una mirada cómplice, como si ambos estuviéramos diciéndonos que nos debíamos ese encuentro, o que finalmente allí estábamos. No esperé al mozo y me mostré asombrado por su separación. Le pedí con gestos exagerados que me contara todo. 

Lola sí esperó al mozo, y me miró para que yo decida. Johnnie Walker, etiqueta verde. No me importa nada, pensé. Lola levantó las cejas, y me dijo que siempre había querido probar ese whisky. Que estaba sorprendida. Cuando el mozo trajo los vasos, el color de la bebida parecía replicar exactamente el color de mi piel. 

Lola me contó que había conocido a un inglés. 

Por cinco minutos no escuché cómo seguía su relato, y me perdí en el cálculo de probabilidades, en la especie de maldición británica en la que se había convertido mi biografía afectiva. ¿Otro inglés?

Le dije a Lola que Roma me había dejado por un inglés. Y perdí el control de los mecanismos de corrección de mi comportamiento y exageré una confesión amorosa, acaso para intensificar el efecto conmovedor de esa coincidencia de gentilicios. Dos ingleses para dos mujeres de las que estoy enamorado. 

Lola sonrió con suficiencia, no se dejó vulnerar por una expresión tan similar a la desesperación de un náufrago que ve un bote que se aleja. Pero sí se interesó por la historia de Roma. Me dijo que su inglés había venido a la Argentina a buscar a una mujer. A una tal Polly. 

A pesar de la exquisita suavidad del Johnnie Walker más rico que se pueda tomar en Córdoba, mi boca fue inundada por un sabor amargo y monstruoso, y toda la belleza de Lola me pareció por un instante una bestialidad infame. ¿Cómo podía ser? ¿Qué clase de hilos trágicos, crueles, unían mi vida a la de ese inglés hijo de puta?

El tono amarillo de mi piel empalideció y Lola detuvo su elogio del whisky, asustada, preocupada. Me preguntó qué me pasaba casi 16 veces. Respondí con una frase que me persiguió por semanas, meses, una eternidad. 

Nos dejó a los dos. 

¿Y dónde estaba, entonces, Roma? 

O mejor aún. ¿Dónde estaba, entonces, yo? 

Lola se cambió de silla y se sentó a mi lado. Me abrazó. Yo estaba llorando, y el llanto me parecía inevitable. Lola me besó la frente, los ojos, la mejilla y la boca. 

Nos dejó a los dos, insistí. 

Lola me secó las lágrimas. Volvió a besarme y después envolvió mi cabeza con sus brazos y la apoyó en su pecho. Yo podía sentir su mentón apoyado en mi nuca. Me dijo que ya estaba, que la vida era complicada. Me contó que se había enamorado de un muerto. Que ya no estaba más con Martín, ni con Niels, porque no dejaba de pensar en un chico que había conocido 15 años atrás. Un chico que se había muerto hacía cinco.

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Amarillo X

octubre 31, 2008

La señora Rodríguez dispuso en la mesa la vajilla de visitas mientras vigilaba con el oído que el agua no hirviera. Se aproximó a la puerta del baño del departamento y le preguntó a Mora si prefería azúcar o miel. Desde adentro del tocador, Mora escuchaba los pasos de la señora Rodríguez como si fuera la percusión exigua de una caravana circense. Azúcar, señora.

La anciana le pidió que le dijera Queta. Cuando Mora salió del baño, le explicó la historia del sobrenombre. Acá en Madrid todos me dicen Queta. A mí me fascina, imaginate, cambiar de nombre a los 65.

Queta había llegado a Madrid 20 años atrás. Una de sus nietas había crecido a la vuelta de la casa de Mora y se hicieron amigas. Después dejaron de verse, pero mantuvieron algún contacto. Cuando Mora decidió viajar a España, la nieta de la señora Rodríguez fue la única persona a la que se le ocurrió acudir. Le preguntó primero si conocía a Omar, si conocía a alguien más o menos cercano a Omar. Cuando supo que no, le pidió la dirección de la abuela. Necesitaba un lugar para dormir la primera noche. Después ya habría encontrado alguna solución.

Queta sirvió el té y comenzó a preguntar. Encantada de recibir visitas, pero sobresaltada por la urgencia de Mora, sus gestos fluctuaban entre la amabilidad y la indagación. Sin embargo, como un líquido que finalmente encuentra una pendiente, la anciana interrumpió su merodeo con un diálogo directo.

 

De qué te estás escapando, nena.

Yo no creo que escape.

Mora estaba convencida de que no escapaba, de que viajar no era un medio. Sentía incluso la necesidad y la dificultad de aceptar un destino sin destino.

Esa idea de que una tiene que encontrar un hombre o una familia, ¿de dónde viene?

¿No querés tener hijos?

No quiero cambiar algunas cosas. Tener hijos te cambia.

Queta se incomodó. Acaso la falta de rodeos que había propuesto se le había vuelto en contra, y ahora preferiría la duda y no la certeza. O la duda y no el temor. ¿Debía cambiar de tema, comentar como todas sus amigas latinoamericanas las expectativas que despertaba, por ejemplo, la primera presidenta mujer en Chile?

Mora se le adelantó.

¿Usted por qué se vino?

Esmelda se había ido con su marido a México en junio del 76. Diez años después el señor Rodríguez subió a una silla para cambiar una lámpara del descanso de la escalera. Estaba solo en la casa. Trastabilló, cayó por varios escalones. Quedó tirado en el piso durante horas, balbuceando el nombre de su mujer. En el Hospital Inglés el anestesista se excedió en la dosis, o el señor Rodríguez estaba muy débil. La señora Rodríguez se fue a España, sus hijas, en cambio, eligieron a la Argentina.

El señor Rodríguez había sobrevivido a dos enfrentamientos contra los militares argentinos, y había encontrado la muerte de una manera tan absurda que todo México se volvió insoportable para Esmelda. Insoportable como su nombre. Cuando llegó a Madrid pidió a sus conocidos que le dijeran Queta.

Mora escuchó la historia mientras tomaba el té. No pudo evitar un pensamiento inquietante: si seguía así jamás enviudaría, o peor aún, sería una viuda perpetua. Una mujer que ha dejado a sus muertos en distintos puntos del mundo. Una mujer que incluso no necesitaría enterarse de la muerte de quienes la hacían ser una viuda.

Yo estaba enamorada de Rodríguez.

¿Le decía así, ‘Rodríguez’?

Sí. Siempre lo llamé por el apellido. ¿Vos, nunca te enamoraste?

Mil veces.

¿Y qué pasó?

Eso. Me enamoré mil veces. Voy a enamorarme mil veces más.

Queta levantó la mesa y acompañó a Mora hasta el cuarto de visitas. Le mostró las fotos. El señor Rodríguez, las dos hijas, los nietos.

Mora reconoció a su amiga en las primeras

La cuarta foto de la pared que enfrentaba a la ventana la dejó pálida, como si una máquina industrial oxidada le hubiera absorbido de repente toda la sangre. En una postal amarillenta, su amiga cordobesa posaba junto a su madre, su tía, una niña más y dos niños. La niña debía de ser la prima, y uno de los niños, el tercer nieto de Queta. El otro era rubio, estaba arrodillado y abrazaba a un perro. Mora se acercó para ver mejor, incrédula y agitada. Al perro le faltaba una pata.  

(continuará)

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Amarillo IX

octubre 31, 2008

 

 

Art work from In Rainbows

Art work from In Rainbows

 

 

Como un sueño recurrente, cada vez que Lola había imaginado que se desnudaba frente a otro hombre la película se detenía en el broche del corpiño. Algo le prohibía seguir, o le entorpecía la continuidad de su fantasía. Una incomodidad propia de una prenda que le molestó desde que comenzó a usarla, uno o dos años antes que el resto de sus compañeras de colegio. ¿Cómo sería mostrarle sus pechos a un hombre que no fuera Martín? Martín la conocía, y el esplendor amoroso de su mirada se había transformado con el tiempo en una indiferencia cómoda. Lola podría pasearse desnuda frente a Martín sin que el hecho significase nada, sin lograr que Martín abandonara su concentración en el arreglo de algún electrodoméstico. Pero ahora estaba frente a Niels, frente a un cuerpo extraño. Estaba sentada encima del pubis de Niels y podía sentir la erección del inglés, y como si fuera por primera vez testigo de una tormenta de tierra, comprobaba que podía reconocer cada elemento, el viento, la tierra, pero no el conjunto, la tormenta. Con sus manos en el broche del corpiño recordó por un instante las primeras semanas de clase del quinto grado, la escapada a la plaza de Alta Córdoba, la transparencia de la camisa blanca, alguna broma de los chicos del Corazón de María, y a su hermano. 

¿Por qué venía el recuerdo de su hermano a perturbarla antes de hacer el amor con el segundo hombre de su vida? ¿Por qué tenía esa imagen en la cabeza? 

Mientras Niels jadeaba y le acariciaba las piernas y la cola, y jugaba con los bordes de la bombacha, Lola estaba en otro lado y en otro tiempo, junto a sus compañeras de colegio, su hermano, y el amigo de su hermano. Una tarde común, que se había vuelto extraordinaria por el espectáculo piadoso del perro de tres patas del amigo de su hermano. Un animal agradecido y cariñoso, palpitante como un corazón con taquicardia. Acaso la ausencia de su pata contenía una formidable ansiedad de movimiento, y por eso el perro parecía a punto de estallar. Y su dueño, Gastón, era el único que no había hecho ninguna broma sobre el flamante, incómodo corpiño que la madre de Lola le había obligado a usar. 

Extraviada en esos confusos recuerdos, Lola olvidó la importancia que le había dado a esa especie de nuevo himeneo en el que se había convertido, por acción de sus fantasías y su monogamia, la penetración a cargo de un hombre que no fuera Martín. Lola iba y venía de la plaza a su cama, y en uno de los regresos notó que Niels ya estaba adentro, que su pija ardía, que se sentía como si se estuviera metiendo entre las piernas un objeto inanimado y caliente. Gastón. Dijo. No quiso emitir ningún sonido, pero el nombre de Gastón salió de su boca de la misma manera que el agua brota de una vertiente renovada.  

La última vez que había visto a Gastón bailaban lentos en Molino Rojo. Y esa escena era la que ocupaba su cabeza mientras Niels tocaba sus pechos y corría el corpiño que Lola no había terminado de desabrochar. El perfume de Gastón, la remera, la espalda de Gastón. El preludio que Gastón pergeñaba para llegar a besarla, los movimientos torpemente disimulados, la aproximación de su rostro. Lola lo había dejado llegar muy cerca, pero detuvo el ímpetu del chico en la comisura de sus labios. Nunca supo explicarse siquiera a sí misma por qué lo había hecho, aunque la versión de que aún no era el momento no era del todo insatisfactoria. Gastón no insistió. Dejó de bailar, volvió con su grupo de amigos, pidió una cerveza impostando la madurez que un chico de 14 años cree que corresponde a uno de 18, y buscó a otra chica para bailar. 

Niels tenía la sensación de estar acostado junto a una muñeca sexual, una piel que no ofrecía resistencia pero tampoco participaba del acto, un adorno hermoso pero insuficiente. Lola estaba en otro lado y en otro tiempo, y cuando vio que Niels acababa intentó fingir un gemido, o dar una señal de vida, y después se sintió terrible. Pensó que tendría ganas de llorar, pero no era tristeza ni arrepentimiento lo que la atravesaba, ni mucho menos culpa. Estaba estupefacta, como fascinada, y se dejó llevar por una sensación extraña: el cuerpo desnudo y cansado que tenía a su lado era el de Niels, pero ella había hecho el amor con Gastón. Sonrió, sorprendida por la posible maldad de sus especulaciones. ¿Sería una infidelidad acostarse con un muerto?

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Amarillo VIII

octubre 29, 2008

La emoción que el contacto con el cuerpo de Lola había llevado a Niels a beber menos de la cuenta, como si su consumo habitual de cerveza hubiera sido reemplazado, durante la noche de la fiesta en casa de Angie, por otra sed acaso insaciable. Lola bailaba con una cadencia que le recordaba ciertamente algunos movimientos corporales de Polly, pero lo más intenso de ese baile era su promesa de novedad, la exquisita suavidad de la piel de Lola y un perfume arrebatador. Niels se sentía a merced de una mujer, nuevamente, y en la intimidad de su cuerpo ese renacimiento adoptaba la forma de una erección imposible de disimular. 

Lola simplemente se dejaba llevar, atraída por el lenguaje torpe de Niels, sus movimientos medidos, su corrección a punto de estallar. Porque ese chico estaba a punto de estallar, Lola se daba cuenta, e involuntariamente pero sin resistirse, jugaba a manejar ese entusiasmo. Como si hubieran puesto un juguete inglés en sus manos, o una materia moldeable que ella estaba convirtiendo casi sin hacer nada en un pene descomunal. Alterada por la trama de esa historia y de ese baile, por la insistencia de Niels en cambiarle el nombre, y también por algunos movimientos que le habían permitido confirmar que su compañero de baile estaba excitadísimo, decidió dejarse llevar por su propio impulso de artesana, y fabricar a partir de esa situación su primera infidelidad, su evento de rebelión. 

Niels usaba un lenguaje híbrido, una mezcla de su inglés londinense y el español que había aprendido de Polly. Su propia, única lengua, no lo dejaba en paz: cada palabra que pronunciaba tenía  la huella de Polly, pero él insistía en sobreponerse. Al fin y al cabo Polly lo había abandonado, y él había cruzado el mundo para buscarla, para saber al menos qué hacer con la ropa y los libros que esa mujer argentina, divertida y sexualmente incomparable había dejado en la casa con la promesa de volver en dos o tres meses. Niels la había esperado, primero, el tiempo prometido. Luego, sin preocuparse demasiado, unas semanas más. Después comenzó a llamarla, sin éxito. A escribirle, también sin respuestas. El padre de Polly tampoco le decía nada, sólo que Polly estaba bien. Que estaba bien, y que había dado expresas, firmes instrucciones de no dar más información que esa. Niels había decidido entonces viajar a la Argentina y buscarla. Tomó clases rápidas e inútiles de español, pero demoró en salir, con la secreta esperanza de que Polly regresara. Dos años después de despedir a Polly en una estación del Heathrow Express, tomó el tren hacia el aeropuerto, primero, y el avión a Buenos Aires, después. 

Llegó a Córdoba en septiembre de 2007. Un calor insoportable, asfixiante. La búsqueda de Polly comenzó en la casa del padre, a la que llegó por ayuda de la guía telefónica. El hombre se había mostrado amable pero firme en su decisión de respetar el pedido de la hija, y Niels no obtuvo precisiones, aunque sí un abrazo sospechoso, un gesto que le hizo dudar de que Polly estuviera en esa ciudad sofocante. Como si el padre de Polly hubiera traducido una información vital a un idioma corporal. Niels continuó buscando, ignoró el alerta. 

Salía por las noches con la esperanza de cruzarla, de verla de repente. 

Iba a fiestas, a recitales, a muestras de arte, a presentaciones de revistas. 

A cada persona que conversaba con él, le contaba su periplo, su delirio romántico. En el imaginario de sus interlocutores la imagen de Polly adoptaba la forma de una monstruosidad insensible. 

Se dio cuenta de que su aventura conmovía especialmente a las mujeres, y mientras bailaba con Lola puso en práctica, con la agresividad de un goleador de fútbol, su estrategia.

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Amarillo VII

octubre 28, 2008

Le expliqué al dermatólogo que mi piel se había puesto amarilla por acción de una mujer, pero la sonrisa condescendiente que le despertó mi comentario me terminó de convencer de que un consultorio médico no era el lugar en el que debería estar. Como un cono que se abre, esa mínima revelación se extendió desde el consultorio a la ciudad, al país, al continente, y a cualquier parte del mundo que no fuera Londres. 

Pero yo no podía viajar. Mientras el dermatólogo me recetaba dos pomadas y me explicaba una posología irrealizable me perdí en una sospecha: ¿me dejarían abordar un avión con la piel amarilla, o también el personal del aeropuerto sonreiría condescendientemente ante mi explicación?. 

El médico tenía el diario del día sobre el escritorio. El asesinato de Marta había vuelto a ocupar la portada, gracias a un identikit del supuesto asesino. El dibujo era tenebroso y al mismo tiempo tosco y chistoso, y parecía más el rostro de un reptil que el de un ser humano. El dermatólogo se dio cuenta de que yo le prestaba más atención al diario que a su receta y comentó algo sobre la noticia, en un intento poco cortés de retomar el protagonismo en su consultorio. Me dijo que conocía a la víctima. Que cuando se enteró se sintió muy mal, que había sido compañero de colegio de Marta y que le debía una visita a su casa, que Marta siempre insistía en que fueran, él y su familia, a conocer la casa y los perros. No le dije que yo también la había conocido, porque no quise extender la conversación. Quería irme de allí, desvanecerme.

 

No podía saber si Roma ya se había enterado de la muerte de Marta. Intenté varias veces llamarla a Londres, pero me cansé de la voz metálica de su contestador automático. Le escribí, pero jamás respondió. Al principio me reanimé con la esperanza de que Roma no hubiera encontrado las palabras para responder la noticia de una muerte, otra más en el historial de sus viajes. Una noche en casa me había contado que las muertes que había llorado habían ocurrido mientras ella estaba fuera del país. Su hermano, Brasil. Su perro Negro, Londres. Los aviones de vuelta se le habían convertido en una caravana fúnebre sobre las nubes. Pero la deserción comunicativa de Roma se estaba prolongando demasiado. Entonces tuve miedo de que el regreso a la casa y a los brazos de Niels la hubiera convencido de algo parecido a borrarme de su mapa, o peor aun, a tacharme de su mapa como a un lugar al que ya viajó, o como a una tarea ya cumplida. Ese temor de agenda me hizo verme más oxidado. Más transformado en un mueble viejo de hierro de la era industrial, la puerta de un horno de fundición, un metal antiguo y dañado por la corrosión. 

 

Estaba viva: yo podía saber que Roma estaba por lo menos viva porque la casa de su padre no lucía dañada por alguna tragedia reciente. El hombre seguía su rutina laboral con la misma sonrisa de dentífrico que yo le había conocido la tarde en que Roma decidió confesarle que, pese a las ridículas advertencias paternales, estaba viendo a un chico. Por teléfono, el padre de Roma había entablado una particular amistad con Niels, en breves conversaciones durante las que ponía a prueba sus clases de inglés de principiante y comentaba las noticias del mundo como si jugara a ser el locutor de una radio para niños o enfermos mentales. Le molestaba, entonces, imaginar al pobre Niels como un cornudo, pero más le molestaba la posibilidad de que esas conversaciones tan prácticas corrieran, por culpa exclusiva de la topografía banal de mi existencia, peligro. El padre de Roma había estudiado los titulares de la versión on line del Times para recitarla en el teléfono, y estaba entusiasmado con la idea de enseñarle a su yerno la pronunciación correcta del nombre de Evo Morales, pero ¿cómo podría ocultarle a Niels la aberración de la que estaba siendo testigo? Roma lo calmó con cierto desprecio, y su argumento más contundente fue una pregunta: ¿cómo podrías, con tu inglés de mierda, explicarle esta aberración?

Lo volví a ver tres veces más, durante las últimas dos semanas argentinas de Roma. ¿De qué hablarán, ahora? ¿Habrá sabido de mí el yerno perfecto, el inglés? ¿Comentarán mientras hablan del mundial de fútbol de Alemania que fui menos que un problema, una falsa alarma? ¿Roma escuchará a su inglés reírse como un hijo adoptado? 

Recordé uno de mis regalos de despedida para Roma: una suma exacta de las horas que habíamos pasado juntos en todo ese verano, desde que nos conocimos, 246. Antes de que el auto de su padre arrancara y la llevara al aeropuerto, leyó el detalle, la descripción de cada actividad, 30 noches, y una frase afectada al final, una oración mal escrita en la que juraba ser capaz de morir a cambio de la hora 247. Roma me despidió con un beso inolvidable, me tocó el pecho, el abdomen, la pija. Lo último que me dijo fue ¿Cómo negarme a tanta matemática?

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Amarillo V

octubre 24, 2008

Gracias a un grupo de bailarines desmedidos, la fiesta se estaba transformando en un espectáculo alegre en el que Lola se sentía una actriz de reparto repentinamente encargada de una misión clave. Martín se había quedado en la casa, obsesionado con la reparación de un televisor viejo. Al principio, el cariño de Martín por el aparato le pareció un detalle simpático, una excentricidad entrañable. Cuando se mudaron juntos a la casa aún en construcción, discutieron levemente acerca del lugar que ocuparía el televisor, y unos meses después la soberana preocupación del marido por mantener en funcionamiento ese inútil Hitachi la exasperaba. Sin embargo, había decidido no hacer nada, o limitar la expresión de su descontento a las charlas con Omar, el hombre amarillo. Pero Omar no estaba en la fiesta, y su ansiedad narrativa se vio tan frustrada como la idea, cultivada en semanas previas a la celebración, de repetir aquel baile de la fiesta del sector de embalajes. Una idea que desconcertó a Lola durantes varias noches, cuando en el estado de confusión previo a dormirse imaginaba que el cuerpo tibio que la rodeaba no era el de Martín sino el de su compañero amarillento, y que en el momento en que Martín decidió quedarse a reparar el televisor devino en una fuerza desconocida, un nerviosismo que la hacía temblar y fumar, y que le recordaba insólitamente al frenesí infantil de algunos jueguitos sexuales con su primo del campo, veinticinco años atrás. 

Pero Omar no estaba en la fiesta: su cuerpo de robot oxidado, al que ya estaban todos acostumbrados, no rompía la monotonía cromática de los cuerpos que bailaban en el living de la casa de la secretaria. 

 

Ángeles prefería que le llamaran Angie, e incluso en horas de trabajo usaba por lo menos una palabra en inglés por oración: al principio podía resultar chocante, pero con el tiempo Angie lograba hacerle saber a su interlocutor que su particular manera de hablar era la consecuencia lógica de su trato cotidiano con extranjeros. Se había casado con el dueño de un hostel, y después del divorcio su exmarido le cedió el edificio y el negocio a cambio de que ella no hiciera uso de su extraordinaria capacidad de escándalo. Sola, con dos empleos, había encontrado el equilibrio emocional en el ahorro invernal y los viajes de verano. Y, a punto de irse nuevamente, había organizado una fiesta con sus compañeros de oficina, sus amigos, y los ocasionales ocupantes de las habitaciones del hostel. 

La música retro ayudaba a transformar la nostalgia en alegría y Angie parecía disfrutar mucho de pasear su breve vestido entre la gente. Véanme blanca for the last time, decía. Y prometía volver de Filipinas tostada y brillante. A Lola le divertía la descomunal esperanza que tenía Angie en la acción del sol como combustible espiritual, y la siguió con la mirada, entre la gente. De pronto se descubrió, sorprendida, exaltada: la espalda de Angie le había provocado un inesperado arrebato de deseo. La belleza de esa espalda la había conmovido al punto de imaginarla como una cascada, y de esa figuración pasó a otra que le pareció aun más atrevida, en la que ella misma se bañaba desnuda en las aguas de la espalda de Angie. Cuando terminó de armar en su cabeza esa postal sintió un temblor en las piernas y un ligero calor en el vientre, primero, y en el pubis, después. Perturbada, atribuyó el instante a las copas de Bailey’s que había tomado acaso demasiado rápido, pero no terminaba de equipar su explicación de los argumentos necesarios para evitar su alboroto cuando Angie la interrumpió. 

Los primeros segundos de la conversación fueron incompresibles para Lola, pero en cuanto logró captar el hilo entendió que la anfitriona de la fiesta quería presentarle a un hombre, uno de los huéspedes. Angie insistía en que debía aprovechar su noche de soltera y el retorno a la libertad que eso significaba. Lola podía sentir el olor a alcohol que salía de la desprolija boca de la secretaria, e involuntariamente le apoyó la mano en la espalda. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, no la retiró, y de la misma manera en que se había  comportado con Omar, usó a la amistad como excusa para tocar esa piel blanquísima y suave, irresistiblemente suave. Angie quería presentarle a un hombre de unos treinta años, un inglés que había viajado a la Argentina en busca de una mujer que lo había abandonado. ¿No es tierno?, repetía la secretaria, conmovida por la historia que ella misma estaba contando. Niels apareció por detrás de Angie, con dos copas de Bailey’s, y en un español rudimentario invitó a Lola a bailar. La había observado intensamente, y en la adoración de sus curvas había conseguido por primera vez en dos años dejar de pensar en Polly. Excitado en partes iguales por esa ausencia y por el cuerpo de Lola, esperó una canción apropiada y le propuso a su compañera de baile un cambio de nombre. 

(Continuará)
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Amarillo IV

octubre 23, 2008

La lectura habitual de las noticias ha hecho de mí un hombre indiferente al drama humano. Íntimamente creo que les pasa a todos los que ven más de cuatro horas de noticieros en la televisión, o escuchan la radio, o leen el diario, pero hace años que dejé de sacar leyes generales. Sin embargo la nota principal de la página de policiales me dejó la impresión de que una corriente de viento polar me estaba transformando en la veleta imposible de un iglú. 

Los ladrones ingresaron por la pared del patio, de alguna manera controlaron a los perros, forzaron la puerta. Estaba oscuro, aunque Marta había dejado la luz del baño encendida. 

Yo sabía que Marta siempre dejaba la luz del baño encendida: le tenía miedo a la oscuridad. Había crecido en un hogar sobreprotector, y una sucesión de problemas motrices la había condenado a un exceso de cuidados por parte de su madre. Vivió en la casa materna hasta recibirse de abogada con el mejor promedio de su promoción. Con la herencia de su padre compró una casa en Villa Allende, arrebatada e ilusionada por la irrupción de verdes plantas aromáticas en el patio, y por la posibilidad de, por fin, tener perros. Al poco tiempo, la casa le resultó enorme y terrorífica. Más por tener alguna compañía que por cuestiones económicas, puso una de las habitaciones en alquiler, y en pocos días admitió como huésped a Mora. 

Mora escapaba sin bullicio de la casa de su padre y no quería gastar dinero en alquilar un departamento completo. Estaba ahorrando porque había decidido viajar a Europa, dejarlo todo, comenzar de nuevo. Incluso quería cambiar de nombre. 

En la foto del diario reconocí la fachada de la casa: Roma me la mostró durante un paseo en mi auto. Ahí, señaló, en esa casa viví antes de irme a Londres. Yo hice un gesto de cariñosa comprensión de un entusiasmo imposible de compartir, aunque un kilómetro más tarde le propuse regresar y saludar a la dueña de casa. Se pondría contenta de verte, le dije. 

Así conocí a Marta. Tomamos mate en el patio, y a Roma le conmovió reencontrarse con los perros. Los acarició y jugó con ellos al punto de generar en mí un insólito acceso de celos, la incomodidad de descubrir en una escena ajena la misma mecánica que hacía estremecer mi espalda. Marta conversaba tan amablemente que llegué a tener la certeza de que recibía pocas, poquísimas visitas. La galletitas que sirvió para acompañar el mate parecían haber estado esperando por años la llegada de alguien. 

Ahora su casa estaba en la página de policiales, su nombre no aparecía en ningún lugar, pero la nota decía que el robo había concluido con una víctima fatal, una mujer sobre una silla de ruedas. 

 

(Continuará)

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Amarillo III

octubre 22, 2008

No se trataba en absoluto de algo que ella pudiera definir como una infidelidad, aunque en algunos arrebatos cada vez más frecuentes de culpa, a Lola se le había entorpecido la propia explicación, para sí misma, ni siquiera para Martín, de lo que sucedía con Omar en la oficina. Una serie de monerías cómplices, un trato acaso demasiado gentil, la seguridad de una atracción condenada a un silencio escandaloso. Omar era el primer hombre más o menos cercano por el que Lola había sentido algún cosquilleo después de Martín, y ese cosquilleo se traducía en una sensación pecaminosa, la representación más patente de una traición después de 14 años de pareja estable con Martín el único, el primero. 

Se pusieron de novios a los 16. Ambos iban a colegios religiosos, y se habían educado en la represión imperfecta de los deseos que resulta de concurrir a edificios atestados de seres del mismo sexo. En una fiesta de primavera intercambiaron los datos mínimos y Martín comenzó a esperarla a la salida de las Mercedarias, bicicleta en mano, cigarrillo en boca, y la torpeza y la energía de un tren de carga.

Martín estudió y se graduó en la facultad de ingeniería, y al poco tiempo comenzó a trabajar en la fábrica de su padre. Lola estudió en un instituto privado una carrera ligada a los recursos humanos y entró a la oficina de administración de personal de una metalúrgica. Planearon primero la compra del terreno, y luego la casa: con la precisión de un plan de guerra, Martín había dibujado un paisaje futuro que a Lola le gustaba simplemente aceptar o colorear. 

Cuando Omar ingresó a la oficina, no cambió nada: un chico más, bastante común, parece aburrido, le había dicho a Martín. Sin embargo en pocas semanas ese empleado nuevo se había transformado en materia recurrente de sus sueños, y la auténtica frialdad de su trato inicial, parecida a la indiferencia de un psiquiatra acostumbrado a tratar con suicidas, había variado hasta convertirse primero en un desapego tan impostado que tornaba evidente su verdadero sentido, y luego, con la excusa de una amistad consolidada en tiempos urgentes, en una camaradería amable y colosal. En el límite de lo permitido, Lola frenaba a veces su cara en el saludo habitual para que la boca de Omar encontrara un destino sorpresivo mucho más cerca de su propia boca, o forzaba las excusas para cualquier tipo de contacto corporal. 

El empleado nuevo seguía y alimentaba el juego, aproximaba su cuerpo al de Lola en los pasillos, exageraba galanterías y había llegado incluso a inventar un tono lo suficiente irónico como para que sus piropos no fueran tomados en serio, pero también lo suficientemente robusto como para que esas frases mimosas pasaran de largo sin dejar aunque sea la huella de una inquietud erótica. Esa mecánica histérica era un pretexto, casi una bendición, para que Omar dispusiera de la voluntad necesaria para asistir a la oficina de lunes a viernes y depusiera por fin su reticencia al cumplimiento de horarios. 

Y Lola había reencontrado en las sílabas espesas de los mensajes de Omar la sensación de provocar el deseo de los demás, la terrible dulzura de atraer a un hombre hasta los límites de lo permitido. 

Durante una fiesta organizada por el sector de embalajes, ambos habían podido incluso bailar mientras Martín conversaba con los técnicos mecánicos, y en ese baile mínimo habían dejado que el alcohol y el ritmo de la música acercaran aun más sus cuerpos, se rozaran, y las manos y los brazos se permitieran por fin un exiguo pero intenso paseo por pechos y cinturas. Lola había sentido en esos roces la excitación de una novedad, el aire denso de un calor interno que creía, si no olvidado, por lo menos relegado y desprovisto del encanto del misterio. 

Pero ese día de abril Omar había entrado rápido y amarillo y se había sentado en su escritorio sin besarla, por primera vez sin besarla. Y no había dicho nada. Como un robot inútil, o la resaca de un mobiliario industrial, estaba sentado y ámbar, un hombre oxidado, una piel que parecía despojada de su humanidad. 

 

(Continuará)

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Amarillo II

octubre 21, 2008

Niels puso un disco de Mano Negra para que su mujer le explicara las letras en español. Durante unas semanas fue un ejercicio travieso, un preludio inquieto para un revolcón. Le excitaba particularmente que Polly hablara en ese idioma tan cálido y al mismo tiempo poco musical. 

La había bautizado Polly por la canción que sonaba en el Starbucks cuando se miraron por primera vez: Niels sostenía una traducción de Pasollini y Polly bebía un Terraza blend. Los dos tarareaban la canción y ambos coincidieron también en moderar la pequeña euforia que se provocaban mutuamente, en un breve e intenso simulacro de indiferencia que parecía gritar desenfrenadamente el lado opuesto de los gestos. Polly había aprendido de sus viajes que dejar pasar una ocasión como aquella sería un gesto de soberbia, algo así como creer que una misma persona puede ser objeto de más de un hermoso golpe de azar por década, o imaginar que la casualidad tiene tiempo suficiente para porfiar en una sola persona hasta cambiar finalmente su vida (no lo supo en el momento de despegar del aeropuerto de Córdoba: de hecho, se había sorprendido de no sentir nada extraño al salir, como si la decisión que había tomado se hubiese naturalizado más allá de las propias expectativas. Lo supo, sí, al llegar a Londres. Pasaría la noche con el primer inglés que le cambiara el nombre).

Polly le explicaba las ambigüedades del idioma en un lenguaje incompleto, cuya versión final terminaba de delinearse con las mímicas de un discurso amoroso y sensual, los aleteos de su lengua cerca del cuello blanquísimo de Niels, las incursiones ligeramente obscenas de su mano entre las piernas vigorosas del hombre que había sabido cambiarle el nombre y el destino, transformarla primero en una canción y luego en la melodía de una novedad, convertir la resaca de su insatisfacción argentina en el brillo urgente de un motor recién lustrado. 

Voy a escuchar este disco todos los días, hasta que vuelvas, dijo, convencido, y mientras lo decía se figuraba por primera vez sin Polly, por primera vez desde hacía ya tanto tiempo, en un departamento tan amplio que podía llegar a ser monstruoso. Polly no pudo evitar sentir una ternura primitiva, una sensación parecida a la de abandonar a una mascota en el borde de un río. Lo besó mientras se sacaba el pantalón, la bombacha, la remera. 

(Continuará)
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Amarillo

octubre 20, 2008

Como a los muebles viejos de hierro de la era industrial, la despedida de Roma me había dejado en el cuerpo una pátina irrepetible, una acumulación de manos de pintura y óxido, un color ambarino.

Se había bautizado Roma por un anagrama simple, un juego de palabras con nuestros nombres y la sensación de que todo lo que pasaba entre nosotros tenía que ver con esas cuatro letras y sus combinaciones botánicas, geográficas y sentimentales. 

Sus llamadas, infrecuentes, milagrosas, comenzaban siempre con una risita incontenible: del otro lado del mundo yo tenía la dulce impresión de que esos sonidos ahogados eran la evidencia de una emoción incontenible. Sus llamadas eran lo opuesto de nuestros encuentros, bestiales, tenaces. Cuando se fue me dejó el color de los muebles viejos de hierro de la era industrial, un óxido único que comenzó a ejercer sobre mi piel un efecto similar al del sarro sobre los dientes, con más problemas estéticos que sanitarios: simplemente me convertí en una especie de robot en desuso, el resto de un naufragio en una ciudad sin mar. 

Esa palidez, esa extraña sensación de decoloración y herrumbre, fue el más visible de los efectos y el primero en manifestarse. Lo noté frente al espejo retrovisor del auto, una mañana sin gracia mientras el locutor de la radio daba cuenta de resultados deportivos que no tenían nada que ver con mi percepción del mundo, reducida por efecto de la melancolía a un censo nulo, una encuesta sin respuestas, una ciudad sin habitantes. En el trayecto hacia la oficina recordé que no me había peinado, que había salido de casa apenas con lo socialmente indispensable para el trámite usual. Entonces me miré al espejo y me vi, amarillento como la compuerta de un horno de fundición. 

Estudié los últimos movimientos, todos acostumbrados e insignificantes, como el estribillo de una canción pop. Nada fuera de lo común, aparte del olvido capilar: me había bañado como cada día, me había afeitado, y había cumplido con casi todos los pasos de mi rutina de aseo, al ritmo de las noticias del amanecer. Me había masturbado sin pena, sin gloria, sin emitir sonido alguno. Había desayunado el mismo café importado, fuerte. Había pensado en Roma en cada uno de esos ejercicios. No había variaciones respecto de cualquier otro día del calendario desde la despedida, una sensación monótona semejante a la de un día después de una fiesta impar. 

Y sin embargo mi piel parecía cubierta por una película de tonos ámbar, y mi rostro había adoptado en algún momento entre dos espejos el aspecto metálico y añejo de una chapa abandonada. 

Llegué a la oficina y evité dar explicaciones, pasé rápidamente a mi escritorio, por primera vez sin besar a mis compañeras de trabajo. Al sentarme me di cuenta de que no había dado explicaciones porque no las tenía, porque para mí mismo esa irrupción pajiza era un misterio. Ninguna de mis funciones vitales había sido afectada, por lo menos de acuerdo a un rápido repaso que me mostró capaz de mirar, tocar, orinar y mantenerme erguido. Se trataba, por el momento, sólo de una cuestión superficial, y por lo tanto cumplí el horario laboral con una eficiencia regular, sin dejar que la coloración extraña de mi piel entorpeciera mi concentración. 

Hacia el mediodía reemplacé el almuerzo con el intento de una llamada telefónica. El aparato me devolvió la repetición de un tono y la voz de androide de un buzón de mensajes, al igual que en los últimos intentos que había hecho, semanas atrás, por comunicarme con Roma. 

 

(Continuará)
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Los ideales – Parte 3

agosto 11, 2008

Parte 1Parte 2

Me responde en inglés. You’re amazing. Sus tetas cantan un coro sorprendente, una música de percusión grave que me atonta hacia el colmo de la lujuria. You’re Amazing. Podría haber adivinado tu perfume en una pileta de barro, no era ningún desafío. Igual aprovecho el elogio. Madre e hija quieren jugar: me piden que adivine ahora el perfume de la más joven. El resto de la mesa es un griterío de opiniones a favor de la cárcel común a Menéndez, una versión festiva de un lamento. Me acerco al cuello de la hija y aspiro, algunos de sus cabellos rozan mi cara y yo me acerco al cuello con el escrúpulo de quien cruzará ilegalmente una frontera. El recorrido es extenso, pero infructuoso: ninguna de las mujeres que me han recompuesto el corazón ha usado jamás el perfume de la hija y por eso jamás podría identificarlo. Antes de rendirme arriesgo una marca, pero me equivoco. En el epílogo de ese viaje me pregunto si la madre dejará de pensar que I’m Amazing.

Lo resuelvo con un chiste peronista, y madre e hija ríen a carcajadas, me sirven más vino, comemos, celebramos. El anfitrión me pregunta en voz alta si la estoy pasando bien. Quiero decirle que sería mejor llevarme a la madre a un hotel y cogerla, cogerla, cogerla hasta que me cante la serenata de la muerte de Eva, pero me doy cuenta de que sería un momento incómodo para el resto de los comensales. Sólo respondo que sí, por supuesto, todo bien.

La hija insiste y me dice el nombre de su perfume, pero lo olvido con la velocidad y la indiferencia de un taxista enfurecido. La madre saca provecho de la distracción y se da vuelta: ella y sus tetas me dan la espalda y hablan de justicia social, de generaciones perdidas. Me llegan algunas de las palabras que usa, y me suenan dulces y salvajes, todo lo que hace me excita, y mientras la hija retoma su versión común de Europa, en mi cabeza los soldados de la frustración pierden una batalla contra la fuerzas del sentido común. Sonrío, incorporo a la conversación algunos lugares comunes aprendidos en incontables diálogos que parecen calcados. Córdoba no da para más, Córdoba apesta, Córdoba todo lo que quieras.

El dueño de casa propone silencio para escuchar a una de sus amigas: ha traído una recopilación de cartas enviadas entre varios miembros de la mesa y sus antiguos compañeros de militancia. La escuchamos con el respeto que impone la muerte de más de la mitad de los autores, la escuchamos con un silencio que me incomoda pero al mismo tiempo me permite pensar en las distancias, en la grieta que hay entre el resto de los comensales y me preocupación por acostarme esta noche con la madre de la chica que me mira emocionada. ¿Es auténtica esa emoción? ¿No la imposta? Personalmente puedo entender la emoción de la mesa pero no compartirla. Puedo venerarla, si quisiera, pero no sentirla. No tengo sobre mis hombros las muertes de mis amigos, ni mi rostro tiene la arruga que deja el tiempo en el semblante de quienes han empuñado un arma.

Cuando terminan las cartas, el anfitrión sube apenas el volumen de la música, un disco de Jaime Roos que en las épocas en que mi padre vivía conmigo yo me sabía de memoria. Ahora me cuesta recordar las letras, aunque una atmósfera familiar me devuelve cierta serenidad y un sentido de ternura que parece salir de mi corazón hacia la mesa y estrellarse contra la espalda de la mujer de las mermeladas.

-¿Te emocionaste?
-No. Me acordé de mi papá.
-¿Qué hace tu papá?
Un rayo me atraviesa como una preocupación: me gusta la madre, y no la hija, porque la madre es exactamente el tipo de mujer que le gustaría a mi papá. Es muy parecida a todas las mujeres con las que he visto a mi padre desde que se fue de casa, una tipología femenina que odié por un instinto infantil y que me ha atraído desde siempre bajo las máscaras de chicas de mi edad, primas jipis y princesas de la elegancia en los concursos escolares.

-Mi papá se enamora de mujeres como vos.

La madre sonríe y me aclara la pregunta como si yo no la hubiese entendido:

-¿De qué vive?
-De eso. De enamorarse de mujeres como vos.

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Los ideales | parte 1

julio 15, 2008

Me invitan a sentarme donde quiera pero los lugares libres son tres. La mesa parece a punto de desbordar de comidas y botellas de vino tinto. La invitación más interesante  viene de la mirada intensa de una mujer, que levanta una de las botellas y hace ademán de servirme vino en la copa que corresponde al lugar vacío que quedó al lado de su hija. Que se junten los jóvenes, dice. Yo escucho: “si tuvieras veinte años más”, pero ella dice “que se junten los jóvenes”.
Acepto porque no sé decir que no, pero también porque no hay mucho para decidir, y definitivamente porque la mujer es tan atractiva como su mirada, y está vestida como si en los ’70 hubiera sido la mujer más linda de la Argentina.
La hija es parecida, pero la relación entre sus bellezas es la que hay entre el encanto propio del mar y la gracia de una playa que se forma por efecto de ese mar. Y acaso lejos de su madre la chica ni siquiera sea tan linda, como una playa sin agua es un desierto.
Igual brindo por la juventud, les sigo el juego: madre e hija abandonan conversaciones previas y hacen preguntas rápidas: ¿viniste solo?
Íntimamente celebro el giro que han dado estas reuniones de amigos mayores, pero no por la presencia de la chica de 26, periodista, de izquierda. Por la mujer de 52, fabricante de mermeladas en San Marcos Sierras, artesana, desencantada.
Las dos tienen no la misma camisa pero sí el mismo escote: como si la hija hubiese heredado además del gesto preciso de la sonrisa de la madre, la manera en la que la tela cae sobre los pechos redondos, firmes, notablemente erguidos.
No puedo dejar de mirar las cuatro tetas en fila y supongo que ellas se dan cuenta y por eso se ríen: ahora mismo tengo 14 años y la mujer es mi profesora de gimnasia con pantalones ajustados, la amiga de mi tía desnuda en un almanaque de gomería y la empleada de un amigo agachándose a estrujar el trapo de piso. Una antología torpe,  grosera y biográfica del erotismo pasa por mi cabeza hasta que alguien propone un brindis para homenajear al anfitrión de la cena, que cumple 64 años, que parece fracasar en su intento de disimular el portaviones de imágenes que se le vienen a la cabeza.
Yo sigo pensando en escotes de madre e hija. No puedo conmoverme, aunque disimulo un gesto complaciente para el brindis. Un clima solemne se instala en la mesa, yo escucho “tocámelas, dejá de mirarlas y tocámelas” pero la mujer recita un breve poema épico de algún primer justicialismo y todos levantamos aún más las copas. 
Entonces cruzamos miradas, la hija y yo. Quiero decirle que me gusta la madre, la madre, pero no digo nada. O lo que digo es tan ambiguo que es peor que nada.
Brindan por el juicio a Menéndez. La euforia de la mesa es una lluvia breve de vino tinto en gotas que manchan el mantel y la camisa de la mujer, gotas de vino sobre los pechos redondos y firmes de la mujer de las mermeladas.
Íntimamente me pregunto quién será mi Menéndez, cuando llegue mi turno, pero la reflexión es un relámpago débil, insignificante. La hija me toca la mano para pedirme un cigarrillo y me hace señas para que la acompañe a fumar al patio.
–Van a cantar la marcha peronista.
–No traje encendedor.
Cuando salimos al patio los escuchamos con ternura y cierta cómoda idiotez. Fumamos como si nos resultara indiferente y hablamos de New Order, de Beck, de música para patios. A los de adentro los une una marcha, a nosotros un cigarrillo mal fumado. Cuando volvemos a entrar hay algunos invitados secándose las lágrimas. La madre nos quiere explicar que es inevitable, yo escucho “quiero que me chupes las tetas”, pero ella dice “todos los años pasa lo mismo”.

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María / parte 8. Final.

junio 29, 2008

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Cuando llegué a casa tenía la inquietud de haber matado al animal pero también la decepción de que ese momento no había significado una revelación. Frente a frente, cerdo moribundo y hombre no éramos nada más que una postal ligeramente cómica de la ruta que une la ciudad y mi estrepitosa, flagrante soledad. La trivial sensación de que podría haber muerto en ese accidente menor, de que las vueltas que dio el auto podrían haber acabado conmigo si la casualidad hubiera puesto un árbol en el trayecto alocado que dibujaron las ruedas, me generó un insomnio ridículo. Logré dormirme bajo la acción de unos fármacos que terminaron de completar el lamentable cuadro de la madrugada. María va a casarse y ese ni siquiera es el problema. Mariana va a salir conmigo, probablemente nos acostemos, nos desnudemos simulando entusiasmo y nos usemos, de la misma manera en que un fabricante de armas usa el plomo para construir un desastre del que no dejará de sentirse víctima.

María va a casarse y ese no es el problema. Al día siguiente de chocar contra el enorme cerdo suelto en la ruta la miré detenidamente y tuve una sensación novedosa: mi amor era incondicional porque era la clase de amor que tampoco significa nada, el opaco resultado de una educación sentimental orientalista para principiantes. María me gusta, me excita, pero lo que yo creía que era amor, si alguna vez había habido amor, ya no estaba, se había mudado a un barrio desconocido y en su lugar había llegado, para quedarse a vivir, un afecto indiferente, una versión benigna del desprecio, lo que queda cuando una cortina de humo se desvanece. Podía mirarla sin desearla, o mejor aún, podía desearla sin amarla, sin que su espalda cambie el mundo ni el día, ni la música habitual de la oficina. ¿Se me había pasado? ¿Me había curado como quien ingiere un antibiótico?

Le conté mi choque con el chancho y en un momento de empatía me tocó el brazo. Pensé que unos días antes ese acto me hubiera estimulado a escribirle con el sensacionalismo de los poetas adolescentes. Pero ahora, por motivos que sólo podía atribuir al cansancio de la situación, a una imposibilidad simulada en lo inevitable de un matrimonio y en lo aparentemente definitivo de una elección sexual que no nos incluía ni a mí ni al resto de los hombres del mundo, la mano de María sobre mi brazo era lo mismo que el chancho atropellado en la ruta, lo opuesto de una revelación.

La mayor parte de mi vida transcurre tal como quisiera escribirla y no como quisiera vivirla. Por eso le pido que no me toque el brazo. En un ejercicio cruel e insignificante le pido que no me haga más difícil la situación, como si mi amor fuera verdadero y como si su brazo pudiera dificultar algo. Algo. Entonces me mira, se detiene en mis ojos. Tengo para mí que se da cuenta de que ya no es lo mismo, y que por primera vez se hace evidente que la distancia entre nosotros se mide en los términos  de una mentira. Podríamos haber cogido y estaríamos en este mismo punto de desolación, lo que había no estaba. Lo que había era una leyenda escrita sobre las rayas de su remera. Si era probable que yo jamás dejara de amarla, esa probabilidad descansaba sobre la ilusión de un relámpago. Me doy cuenta de que seguiré tratándola como cuando descubrí la cantidad exacta de lunares en su pecho, pero eso no significará nada. En el fin del sentido, una muerte no cambia nada.

Alice Munro me atiende con voz amable y logro una entrevista amena pero no extraordinaria. Me dice lo mismo que ya le había leído en otras entrevistas, a pesar de que me esforcé en generar otro tipo de preguntas. Hacia el final de la conversación le digo que a veces me siento un miserable personaje de sus cuentos. Eso la sorprende. Me pregunta por qué. Le digo que se trata de una cuestión estética. Creo que me las arreglo para que las cosas que me importan terminen siendo un buen cuento y no una buena vida. Además creo que construyo un destino, que controlo las fuerzas que marcan el rumbo de mi vida, que al fin y al cabo dentro de lo que puedo ser soy, ahora, algo mucho más aproximado a lo que quiero. Pero en realidad las poderosas, inevitables fuerzas del destino ponen un chancho perdido en medio de la ruta una madrugada de invierno. Alice hace silencio. Calculo que es su forma de pedirme que termine la llamada. Le cuento, por último, que fue por cuentos suyos que logré resolver problemas como los que tenía con mi padre. Ella sigue en silencio.

Marcos salió con Luciana: se gustaron, se acostaron. Cada uno de ellos me dice, por separado, que no volverán a verse.  Que está todo bien, pero para qué insistir. A Marcos, la aventura le ha dado un extraño convencimiento de que quiere vivir cerca de su hija. Nos juntamos a comer en el bar en el que trabaja Mariana. Le cuento los detalles del choque. La conversación esquiva a las mujeres como si fuera un diálogo entre dos aspirantes a monaguillo, hasta que Mariana trae la pizza y con un gesto desafiante me pregunta si vamos a salir o no.

Me río, me siento poderoso. Mariana y yo abrimos un juego urgente y disfrazamos el consuelo de la carne con las telas de una atracción fatal. De un rápido vistazo veo tres lunares en el escote de su uniforme.
-Claro que sí. Estoy loco por vos.
-No se nota.
-Estoy disimulando.